HISTORIA DE LOS HETERODOXOS
ESPAÑOLES
Epílogo
¿Qué
se deduce de esta historia? A mi entender, lo siguiente:
Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por
la raza, ni por el carácter, parecíamos destinados a formar una gran nación.
Sin unidad de clima y producciones, sin unidad de costumbres, sin unidad de
culto, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de nuestra
hermandad ni sentimiento de nación, sucumbimos ante Roma tribu a tribu, ciudad
a ciudad, hombre a hombre, lidiando cada cual heroicamente por su cuenta, pero
mostrándose impasible ante la ruina de la ciudad limítrofe o más bien
regocijándose de ella. Fuera de algunos rasgos nativos de selvática y feroz
independencia, el carácter español no comienza a acentuarse sino bajo la dominación
romana. Roma, sin anular del todo las viejas costumbres, nos lleva a la unidad
legislativa, ata los extremos de nuestro suelo con una red de vías militares,
siembra en las mallas de esa red colonias y municipios, reorganiza la propiedad
y la familia sobre fundamentos tan robustos, que en lo esencial aún persisten;
nos da la unidad de lengua, mezcla la sangre latina con la nuestra, confunde
nuestros dioses con los suyos y pone en los labios de nuestros oradores y de
nuestros poetas el rotundo hablar de Marco Tulio y los hexámetros virgilianos.
España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el
derecho, al latinismo, al romanismo.
Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la
creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su
fuerza unánime, sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones, sólo
por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social.
Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios; sin
juzgarse todos hijos del mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin
ver visible sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día
en su hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del
municipio nativo; sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el
tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico que él
establece con sus hermanos y consagra con el óleo de la justicia la potestad
que [1037] él delega para el bien de la comunidad;
y rodea con el cíngulo de la fortaleza al guerrero que lidia contra el enemigo
de la fe o el invasor extraño, ¿qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo
osará arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos?
Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La
Iglesia nos educó a sus pechos con sus mártires y confesores, con sus Padres,
con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran
nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la
tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el
hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores; la hicieron los dos
apóstoles y los siete varones apostólicos; la regaron con su sangre el diácono
Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia,
las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos; la escribieron en su
draconiano código los Padres de Ilíberis: brilló en Nicea y en Sardis sobre la
frente de Osio, y en Roma sobre la frente de San Dámaso; la cantó Prudencio en
versos de hierro celtibérico: triunfó del maniqueísmo y del gnosticismo
oriental, del arrianismo de los bárbaros y del donatismo africano: civilizó a
los suevos, hizo de los visigodos la primera nación del Occidente; escribió en
las Etimologías la primera enciclopedia; inundó de escuelas los atrios
de nuestros templos; comenzó a levantar, entre los despojos de la antigua
doctrina, el alcázar de la ciencia escolástica por manos de Liciano, de Tajón y
de San Isidoro; borró en el Fuero juzgo la inicua ley de razas; llamó al
pueblo a asentir a las deliberaciones conciliares; dio el jugo de sus
pechos, que infunden eterna y santa fortaleza, a los restauradores del Norte y
a los mártires del Mediodía, a San Eulogio y Álvaro Cordobés, a Pelayo y a
Omar-ben-Hafsun; mandó a Teodulfo, a Claudio y a Prudencio a civilizar la
Francia carlovingia; dio maestros a Gerberto; amparó bajo el manto prelaticio
del arzobispo D. Raimundo y bajo la púrpura del emperador Alfonso VII la
ciencia semítico-española... ¿Quién contará todos los beneficios de vida social
que a esa unidad debimos, si no hay, en España piedra ni monte que no nos hable
de ella con la elocuente voz de algún santuario en ruinas? Si en la Edad Media
nunca dejamos de considerarnos unos, fue por el sentimiento cristiano,
la sola cosa que nos juntaba, a pesar de aberraciones parciales, a pesar de
nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladíes.
El sentimiento de patria es moderno; no hay patria en aquellos siglos, no la
hay en rigor hasta el Renacimiento; pero hay una fe, un bautismo, una grey, un
pastor, una Iglesia, una liturgia, una cruzada eterna y una legión de santos
que combaten por nosotros desde Causegadia hasta Almería, desde el Muradal hasta
la Higuera. [1038]
Dios nos conservó la victoria, y premió el esfuerzo
perseverante dándonos el destino más alto entre todos los destinos de la
historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos
del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas,
interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, reveló los misterios del sagrado
Ganges, trayendo por despojos los aromas de Ceilán y las perlas que adornaban
la cuna del sol y el tálamo de la aurora. Y el otro ramal fue a prender en
tierra intacta aun de caricias humanas, donde los ríos eran como mares, y los
montes, veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca
imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.
¡Dichosa edad aquélla, de prestigios y maravillas, edad
de juventud y de robusta vida! España era o se creía el pueblo de Dios, y cada
español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los
muros al son de las trompetas o para atajar al sol en su carrera. Nada aparecía
ni resultaba imposible; la fe de aquellos hombres, que parecían guarnecidos de
triple lámina de bronce, era la fe, que mueve de su lugar las montañas. Por eso
en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo
en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las
soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de
Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el
romper las huestes luteranas en las marismas bátavas con la espada en la boca y
el agua a la cinta y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno
que le arrebataba la herejía.
España, evangelizadora de la mitad del orbe; España
martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa
es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de
perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectores o de
los reyes de taifas.
A este término vamos caminando más o menos
apresuradamente, y ciego será quien no lo vea. Dos siglos de incesante y
sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí
donde nunca podía ser orgánica, han conseguido no renovar el modo de ser
nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle. Todo lo malo, todo lo anárquico,
todo lo desbocado de nuestro carácter se conserva ileso, y sale a la superficie
cada día con más pujanza. Todo elemento de fuerza intelectual se pierde en
infecunda soledad o sólo aprovecha para el mal. No nos queda ni ciencia
indígena, ni política nacional, ni, a duras penas, arte y literatura propia.
Cuanto hacemos es remedo y trasunto débil de lo que en otras partes vemos
aclamado. Somos incrédulos por moda y por parecer hombres de mucha fortaleza
intelectual. Cuando nos ponemos a racionalistas o a positivistas, lo hacemos
pésimamente, sin originalidad alguna, como no sea en lo estrafalario y en lo
grotesco. No hay doctrina que arraigue aquí; [1039] todas nacen y mueren entre
cuatro paredes, sin más efecto que avivar estériles y enervadoras vanidades y
servir de pábulo a dos o tres discusiones pedantescas. Con la continua
propaganda irreligiosa, el espíritu católico, vivo aún en la muchedumbre de los
campos, ha ido desfalleciendo en las ciudades; y, aunque no sean muchos los
librepensadores españoles, bien puede afirmarse de ellos que son de la peor
casta de impíos que se conocen en el mundo, porque, al no estar dementado como
los sofistas de cátedra, el español que ha dejado de ser católico es incapaz de
creer en cosa ninguna, como no sea en la omnipotencia de un cierto sentido
común y práctico, las más veces burdo, egoísta y groserísimo. De esta escuela
utilitaria suelen salir los aventureros políticos y económicos, los arbitristas
y regeneradores de la Hacienda y los salteadores literarios de la baja prensa,
que, en España como en todas partes, es un cenagal fétido y pestilente. Sólo
algún aumento de riqueza, algún adelanto material, nos indica a veces que
estamos en Europa y que seguimos, aunque a remolque, el movimiento general.
No sigamos en estas amargas reflexiones. Contribuir a
desalentar a su madre, es ciertamente obra impía, en que yo no pondré las
manos. ¿Será cierto, como algunos benévolamente afirman, que la masa de nuestro
pueblo está sana y que sólo la hez es la que sale a la superficie? ¡Ojalá sea
verdad! Por mi parte, prefiero creerlo, sin escudriñarlo mucho. Los esfuerzos
de nuestras guerras civiles no prueban ciertamente falta de virilidad, en la
raza; lo futuro, ¿quién lo sabe? No suelen venir dos siglos de oro sobre una
misma nación; pero mientras sus elementos esenciales permanezcan los mismos por
lo menos en las últimas esferas sociales; mientras sea capaz de creer, amar y
esperar; mientras su espíritu no se aridezca de tal modo que rechace el rocío
de los cielos; mientras guarde alguna memoria de lo antiguo y se contemple
solidaria con las generaciones que la precedieron, aun puede esperarse su
regeneración, aun puede esperarse que, juntas las almas por la caridad, tome a
brillar para España la gloria del Señor y acudan las gentes a su lumbre, y
los pueblos al resplandor de su Oriente.
El cielo apresure tan felices días. Y entre tanto, sin
escarnio, sin baldón ni menosprecio de nuestra madre, dígale toda la verdad el
que se sienta con alientos para ello. Yo, a falta de grandezas que admirar en
lo presente, he tomado sobre mis flacos hombros le deslucida tarea de
testamentario de nuestra antigua cultura. En este libro he ido quitando las
espinas; no será maravilla que de su contacto se me haya pegado alguna
aspereza. He escrito en medio de la contradicción y de la lucha, no de otro
modo que los obreros de Jerusalén, en tiempo de Nehemías, levantaban las
paredes del templo, con la espada en una mano y el martillo en la otra,
defendiéndose de los comarcanos que sin cesar los embestían. Dura ley es, pero
inevitable en España, [1040] y todo el que escriba conforme al
dictado de su conciencia, ha de pasar por ella, aunque en el fondo abomine,
como yo, este hórrido tumulto y vuelva los ojos con amor a aquellos serenos
templos de la antigua sabiduría, cantados por Lucrecio:
Edita doctrina sapientum templa serena!
M. MENÉNDEZ PELAYO